Cronopios
Diario virtual para hombres y mujeres de palabra
Fundado en 1990 – Domingo 24 de Octubre de 2004

Las putas tristes deben estar felices

Por Ignacio Ramírez
Director de Cronopios

 
   

¡Qué señor tan viejo y qué alas tan enormes!

Tras la primera lectura de las 109 páginas de Memoria de mis putas tristes, la sensación que permanece en mi paladar de lúdico lector es la de haber sido protagonista absorto de la crónica de una inmortalidad anunciada, la plenitud de un patriarca sin otoño para quien los nutrientes del tránsito vital han sido el amor, la palabra y la mujer, que es vida y muerte, realidad y ficción, verbo y silencio, tormenta y calma.

Ya la primera frase “el año de mis noventa años” es todo un desafío y una derrota a las convenciones verbales: la cacofonía se convierte en eufonía por obra y gracia del magistral oficio de escribir, que de los cien años de soledad que estremecieron a Macondo se instala en la carne y en los huesos y en el alma de un centenario abuelo que decide regalarse una noche amor loco con una adolescente virgen, tras haber invocado al señor Yasunari Kawabata, despierto siempre para dictar epígrafes desde la casa de papel donde levitan las mujeres del sueño: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido”.

Durante toda la travesía fantástica se respeta el consejo del maestro a quien se rinde el homenaje: Cien años de eternidad tiene este viejo de noventa, a quien el escritor de casi ochenta infunde vida y luz al tiempo que lo unge y lo entroniza como a un sabio sin nombre, un sabio distraído, un sabio triste, que al final del camino descubre y comunica que nada hay más feliz que la tristeza de la sabiduría: cada hora, a su edad, es un año, y él, protagonista de alto vuelo, con su corazón a salvo, disfruta su condena a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de sus cien años.

Antes, durante y después de la lectura, he vuelto innumerables veces a mirar en la portada a ese señor tan viejo con esas alas tan enormes, que no es Gabriel García Márquez, pero que se parece tanto a él cuando tenga o cuando tuvo sus cien años: cien, número cabalístico que encierra la obra entera de este señor (Nuestro Señor de Aracataca), quien para escribir nació como está visto y comprobado.

Claves y símbolos habitan la memoria. Quizás en parte este sea el segundo tomo de los recuerdos esperados aunque no anunciados. Gabo parece ser y no ser el viejo socarrón a quien le arde el culo en las noches de luna llena. Él es y no es el hombre viejo con alas tan enormes. Es Melquíades y Aureliano y José Arcadio y El Coronel y todos y ninguno y aquí no tiene nombres distintos al de sabio con todos los epítetos, o profesor Mustio Collado (¡Estos, Fabio, ay, dolor, que ves ahora!), o Mudarra el Bastardo, columnista de prensa del Diario de La Paz, de Barranquilla, ciudad amada y homenajeada por cuyas calles y rincones andan ya míticos los compañeros de la Cueva y otros ámbitos de la historia arenosa: Marvel Moreno, Cecilia Porras, Marcos Pérez, el Nene Zepeda, Figurita, los espumosos cacaos de la política y vaya usted a saber si la Curramba entera, fantasmal o tangible, carnavalesca o melancólica como los miércoles de ceniza.

Memoria de mis putas tristes es otra vez una estremecedora historia de amor puro. Amor de cuerpo y alma. Y de hombre de palabra que ama y resucita o inventa las palabras: jamás fue tan sublime la palabra puta o la palabra putas; nunca alzó tanto el vuelo la palabra mutandas. Jamás el tiempo fue pastoreado así, ni la palabra plafondo tan iluminada, ni tan volátiles y espléndidas las palabras malapodán, lavabo, avorazados, fojas, Camagüey, meñique, umbría, estoperoles, gonfia, calofríos.

Porque también de eso se trata. En el cenit de la vejez, darle las gracias al lenguaje y adobarlo con el exquisito humor de quien ya sabe recorrida la mayor parte de su camino abecemágico: “Nuca hice nada distinto de escribir, pero no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en la luz de lo mucho que he leído en la vida”.

Este viejo “feo, tímido y anacrónico”, hijo de “Florina de Dios Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y Garibaldina, y la mujer más hermosa y de mejor talento que nunca hubo en la ciudad”, este Virgo senecto amangualado con Rosa Cabarcas proxeneta, tan añoso ya que un día desayunó dos veces porque había olvidado la primera, coronado dos veces por las putas como cliente del año, habitante de La casa faulkneriana que al amanecer era lo más cercano al paraíso, a quien las putas no le dejaron tiempo para ser casado, tiene, no obstante, las palabras precisas para recordar hilarantes batallas estratégicas en retaguardia: “Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza (Biblia de la putería) en la hamaca del corredor, y la vi (a la fiel Damiana) por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir”.

Pero también, desde sus calzoncillos de besos estampados, ya con su Delgadina (¿Del Toboso?), vuela: “Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años”.

Así, inclusive, hasta disculpo la errata que encontré en la página 89 (Sí lo sé, mas no lo digo). Y espero que sean también ustedes indulgentes si es que pillan las suyas.

Seguro estoy de que la cándida Eréndira y Sierva María de Todos los Ángeles, a la cabeza, y tras de ellas todas las mujeres de la memoria o de la amnesia, incluyendo a las once mil putas tristes que sobrevuelan o subterranean el universo macondiano, deben estar felices porque nunca jamás mujer alguna fue amada de manera tan rotunda, nunca una puta de la literatura fue tan dignificada y respetada ni convertida en emblemática como esta Delgadina durmiente que atraviesa la odisea del viejo enamorado, tan protegida y cobijada por tan desmesurada fantasía, tanta ternura trémula: “La cama de Delgadina está de ángeles rodeada”... “Delgadina, Delgadina, tú serás mi prenda amada”... “Levántate Delgadina, ponte tu falda de seda”... “Niña mía, estamos solos en el mundo”... Y “estoy loco de amor”...

Ahora voy a mirar de nuevo al viejo que desde la portada entra en el libro. Y a acompañarlo y a leerlo y a vivirlo de nuevo y a repetir con él que “se envejece más en los retratos que en la realidad”. Y me declaro también perdido enamorado de Delgadina, la niña de los ojos de mirada sombría.